martes, 16 de diciembre de 2025

ACTITUDES VITALES

Mt 21, 28-32
     Félix era un muchacho agradable, siempre dispuesto a decir que sí, pero simplemente cuando le apetecía. Por otro lado, Jacinto daba prioridad a su sinceridad, a veces cascarrabias, pero tenía la capacidad de recapacitar y buscar el bien.

    Ambas actitudes se dan en nuestra sociedad, son actuales y se esconden detrás de muchas actuaciones premeditadas.

    Escuchemos la anécdota que nos cuenta Manuel:

   En cierta ocasión, un muchacho, de nombre Félix, fue requerido por el jefe de su empresa. Este le dijo:

   —Oye, Félix, de regreso a la empresa por la tarde, hazme el favor de pasar por esta dirección (le entregó una nota) y le dejas este aviso.
    —Muy bien, señor —dijo Félix—, lo haré.

    Más tarde, el señor de la empresa llamó a otro empleado, de nombre Jacinto, y le encargó el mismo trabajo. Su respuesta fue:

    —Quizás no pueda, señor, tengo otras cosas que hacer.

    El jefe, desviando la mirada, le dejó la nota y se marchó.

   Pasado unos días, el jefe llamó a la dirección donde les había encargado a sus empleados dejar el aviso. La respuesta que recibió fue que solamente habían recibido uno que llevaba escrito el nombre de Jacinto.

    Entonces, llamando a los dos empleados, y colocándolos frente a él, les dijo:

   —Hace días les encargué un trabajo a cada uno. Lo hice a modo de prueba para comprobar su obediencia y sinceridad.

   Mientras Jacinto se mantenía sereno y seguro de su obediencia, a Félix se le enrojecía la cara y agachaba su cabeza.

    El jefe sacó una Biblia y leyó:
   —Mt 21, 28-32, en aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero…». 
    Jesús tiene la capacidad de ver la realidad de las personas, su disposición al cambio, su veta humana. Y la reconoce entre publicanos y gente de mala vida, mientras que la descubre oscura y vacía entre los dirigentes del pueblo.

    Mirándolos a la cara, el jefe les dijo:

   El resultado deja muy claro que lo aparente no siempre coincide con la realidad. Esta prueba nos ayuda a descubrir la verdadera identidad que se esconde detrás de cada uno, así como la capacidad de recapacitar y de buena disposición a hacer lo debido.

lunes, 15 de diciembre de 2025

CONVERSACIONES BANALES

Mt 21, 23-27

      Cuando no interesa comprender algo porque molestan tus apetencias, tratas de hacer la vista gorda y agarrarte a la demagogia.

  Sucede en muchos colectivos que, para defender sus ideologías, utilizan el autoengaño: justifican la causa distorsionando la realidad.

    Esa mañana, la tertulia estaba animada. Se había entablado un diálogo sobre la traición. Mientras unos defendían la verdad, otros se inclinaban por justificar la traición.

      En estos tira y afloja, Manuel tomó la palabra.

     —Creo que no estamos siendo justos y no actuamos con seriedad. Si les parece, tendremos que partir de un punto común para llegar a una conclusión.

    Se hizo un breve silencio; muchos se miraron entre sí, hasta que finalmente uno de los que debatían dijo:

    —Estamos de acuerdo, buscaremos un punto común para partir de ahí. ¿Vale esa propuesta?

    Manuel, esbozando una leve sonrisa, asintió con su cabeza.

    —De acuerdo. Si les parece, digan ustedes la suya.

    Dando un paso hacia delante, Eusebio, que hacía de portavoz del grupo opositor, expuso:

    —Creemos que cuando defendemos nuestros intereses no estamos engañando, y menos traicionando.

    Manuel, mirándole con ternura y abriéndole su corazón, respondió:

   —Siempre y cuando lo que se exponga sea con sinceridad y limpieza. Porque puede ocurrir que detrás de esas palabras se escondan falsas intenciones.
  —¿En qué sentido dices eso? ¿Pones en duda nuestras palabras? —respondió Eusebio con cara de enfado.
   —Nada de eso, sino que cuando se oculta la verdad, se distorsiona la realidad con el propósito de justificarse. Es entonces cuando las personas se autoengañan al negar la verdad.

   Eusebio y los demás se quedaron sin palabras. No sabían qué responder e interiormente se daban cuenta de que sus intenciones no eran buenas.

    Al ver su reacción, Manuel leyó el libro que llevaba en la mano.

  —En Mt 21, 23-27, cuando los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se acercan a Jesús, mientras enseñaba en el templo, y de forma malintencionada le preguntan: ¿Con qué autoridad haces esto? Jesús les responde con otra pregunta, retándoles a responderles si le contestan: El bautismo de Juan, ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?

  Ellos se pusieron a deliberar: «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le han creído?”. Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente porque todos tienen a Juan por profeta». Y respondieron a Jesús: «No sabemos».

   Jesús, por su parte, le dijo: «Pues tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto».

   De la misma forma, hoy no conviene  entrar en conversaciones banales que no llevan a ninguna parte. Sabemos en quién y de quién nos fiamos y eso nos basta. Nuestra confianza y fe descansan en el Señor.

domingo, 14 de diciembre de 2025

… Y LOS POBRES SON EVANGELIZADOS

Mt 11, 2-11

   De repente, como si despertara de un largo silencio, Sebastián levantó la cabeza y dejó escapar el pensamiento que llevaba atrapado en su interior.

   —No entiendo cómo el mundo se obstina en cerrar los ojos a la verdad —dijo, con cierto desasosiego.
    
    Pedro, sorprendido, se volvió hacia él y preguntó:

   —¿Por qué dices eso? ¿Acaso sabes tú lo que realmente piensa el mundo?
  —Por sus obras los conocerán —respondió Sebastián—. Rechazan todo lo bueno que hace tanta gente en nombre de la Iglesia: en los hospitales, con los enfermos, con los pobres, los lisiados, y con tantas personas excluidas y abandonadas.

    Manuel, que escuchaba atento, no pudo contenerse. Con un gesto de satisfacción, comentó:

   —Tienes mucha razón. La Iglesia hace una labor impresionante en nombre del Señor. Esa es, precisamente, la respuesta de Jesús cuando los discípulos de Juan le preguntan si Él era el Mesías que había de venir (Mt 11, 2-11).

   El rostro de Sebastián se iluminó con una hermosa sonrisa. Impulsado por las palabras de Manuel, añadió:

   —Siempre, a pesar de mis dudas y confusiones, he pensado que Juan Bautista fue el gran precursor, el que nos señala la llegada del Reino de Dios.

Entonces Manuel, tomando la Biblia entre sus manos, prosiguió con voz firme:

   —En ese evangelio Jesús concluye ensalzando a Juan con estas palabras: “En verdad les digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”.

    Aquellas palabras despertaron en Sebastián una renovada fe y una profunda esperanza en Jesús.

    Sí, pensó: «Verdaderamente este es el Hijo de Dios. El Mesías que había de venir.»

   Quizá también nosotros, como Juan, nos confundimos. Esperamos un Mesías que imparta justicia implacable, que castigue a los opresores, que haga caer a los injustos. Pero Jesús no viene así. Él es un Mesías de amor y misericordia, de paz y perdón. Su fuerza es la compasión.

    La tertulia tomó conciencia de la inmensa labor que realiza la Iglesia: una labor callada, cotidiana y a menudo desconocida; de atención, cuidado, ayuda y acompañamiento de los enfermos, los pobres y los olvidados.

    Esa fue la obra de Jesús: una llamada constante al amor y la misericordia hacia los más humildes.

sábado, 13 de diciembre de 2025

LLENOS POR DENTRO, HERIDOS POR FUERA

Mt 17, 10-13

   Mientras tomaba su café de cada día en su mesa preferida, Manuel dejaba correr su pensamiento por el mundo que le rodeaba. Se experimentaba gozoso, pero era consciente de que se cometían muchas injusticias y explotaciones. Denunciarlas, sobre todo en los más débiles y pobres, traería heridas exteriores.

  Movió su cabeza a derecha e izquierda y, levantando los brazos, se dirigió a los tertulianos que estaban a su lado.

  —¿Se han formado ustedes alguna opinión de este mundo que nos ha tocado vivir? —dijo gesticulando con sus brazos.

    Algunos se extrañaron de que de repente Manuel saltara con esa pregunta.

   —¿Qué mosca te ha picado? —respondió Pedro. ¿Acaso te propones arreglar los desajustes del mundo?

    Inmóvil y con su mirada fija en su mesa, Manuel derramó su pensamiento con un semblante de gozo interior, pero lastimado por lo que se le venía encima.

   —Vivimos, y creo que desde hace mucho tiempo, en un sistema corrupto e injusto. Y a quien lo denuncia le acecha la muerte.

    Todos le miraron con cara de asombro, pero él sabía lo que se jugaba con su denuncia.

    —¡Hombre! —comentó Pedro—, no es para tomárselo tan drásticamente.

    Manuel intuía que quienes enarbolan la verdad saben que sufrirán el acoso de aquellos que viven en la mentira y tratan de enterrar la verdad.

    —Ya le ocurrió a Jesús, el Dios de la compasión que denuncia un orden social y religioso construido sobre la extorsión y la explotación. Él mismo lo revela en Mt 17, 10-13, cuando dice: «Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos», refiriéndose a Juan Bautista.

    Las caras de los allí presentes se habían quedado serias. Ahora comprendía lo que Manuel les estaba diciendo.

    Algo hay en la auténtica vida de fe que desenmascara las dinámicas de muerte, suscitando la envidia y el rencor y desatando la agresión.

   Solidarizarnos con las causas de los excluidos de nuestro mundo nos llevará a compartir algo de su suerte. Así ocurrió con Juan Bautista y también con Jesús.

  Y nos sucederá también a nosotros. Pero nada podrá evitar que la paz y la felicidad nos invadan eternamente. Sí, nos llenará por dentro, pero nos herirá por fuera.

viernes, 12 de diciembre de 2025

MIRAN, JUZGAN Y NUNCA SE IMPLICAN

Mt 11, 16-19

    —Nos parece imposible, pero la realidad nos lo descubre. Esta generación nunca se implica; parece adormecida y no reacciona —decía Juan José, uno de los tertulianos más inquietos.

    —¿A qué te refieres? —preguntó Pedro—. No entiendo bien qué quieres decir.
    —Lo que quiero decir —continuó Juan José— es que la mayoría no se plantean nada trascendente en su vida. Viven desconectados de la llamada de Dios. Colocan sus objetivos en cosas que sabemos que son perecederas.
    —¿Y tú qué piensas? —intervino Manuel, tratando de despertar su interior.
   —Que, al menos, uno debe preguntarse para qué está en este mundo. Es absurdo resignarse a vivir sabiendo que vas a morir y que aquí se acaba todo. ¿Es que no tenemos otra aspiración?
    —A la misma conclusión llego yo —dijo Pedro, poniendo cara de circunstancias.
   —Evidentemente —respondió Manuel—. Esas son las preguntas vitales: ¿Qué hago yo aquí? ¿Para qué fui creado? ¿Acaba todo con la muerte?

   La tertulia quedó en silencio. Algunos no sabían dónde mirar; otros agacharon la cabeza; y unos pocos se quedaron con la boca abierta.
    
   Entonces Manuel retomó la palabra:

  —Esto no es nada nuevo. Jesús, en Mt 11, 16-17, lo dice claramente: «¿Con quién compararé esta generación? Se parece a unos niños sentados en la plaza que gritan: “Hemos tocado la flauta y no han bailado; hemos entonado lamentaciones y no han llorado”».

  Las caras de los tertulianos reflejaban asombro. Entendían que, quizás sin darse cuenta, también ellos se resistían a la llamada de Dios.

  Cuando se nos invita a la conversión, a revisar la vida —como en tiempos de Juan Bautista—, miramos para otro lado.

  Y cuando se nos llama a solidarizarnos con los excluidos y marginados, muchas veces no respondemos.
Manuel concluyó en voz baja, casi como un susurro que quedó flotando en la sala:

   —Dios sigue tocando la flauta… y sigue entonando lamentaciones. La pregunta es: ¿vamos a escuchar, o seguiremos mirando desde la barrera?

jueves, 11 de diciembre de 2025

EL ÚLTIMO PROFETA

Mt 11, 11-15
    José Luis quería cambiar de vida. Sabía que ese no era el camino, pero por mucho que lo intentaba, siempre fracasaba. Llegó a pensar que, al menos para él, era un objetivo imposible. Sin embargo, experimentaba ese deseo de conversión. Creía en la Palabra de Jesús y sentía ese deseo de seguirle.

    —No entiendo lo que me sucede —le comentó a Manuel, al calor de un buen café. Quiero cambiar. Me lo propongo, pero siempre vuelvo al mismo lugar.

    Manuel le miró comprensivamente, dejó escapar una suave sonrisa y le dijo:

   —No es nada fácil seguir al Señor. Su camino está marcado por la renuncia, la disponibilidad y el dolor.
    —¿Por qué el dolor? —dijo José Luis, frunciendo el ceño.
   —Simplemente, porque cuando se ama, se sufre. El amor conlleva misericordia, y la misericordia exige sufrimiento, compasión, perdón. ¿Has visto a alguien que haya perdonado sin dolor?
    —No había caído en eso —respondió José Luis con cara compungida.
    —El amor, que vive en la verdad, descubre la mentira. Y la mentira es causa de dolor y sufrimiento. Jesús nos ama y por eso ha dado su Vida por nosotros. Seguirle es recorrer el mismo camino, y eso nos exigirá también aceptar el dolor.
   —Creo —dijo José Luis—, con gesto de resignación, que eso es lo que me está sucediendo a mí. Detrás de ese dolor experimento consuelo, como si percibiera que el Señor me abraza. Entonces siento que mi alma se llena de esperanza.
    —Claro —comentó Manuel. Jesús habla de Juan (Mt 11, 11-15) en esos términos y nos lo pone de ejemplo. Es el último Profeta del Antiguo Testamento, que intenta preparar al pueblo para la novedad de Dios.

    José Luis miró complacido a Manuel. Ahora, a pesar de sus muchos intentos fracasados, todo era diferente. Ese era el camino que, marcado por el dolor, iba a un encuentro serio y profundo con el Señor.

     Entonces, Manuel, con una expresión afable, dijo:

    —A Juan le sucede Jesús, que anunciará al Dios de la compasión que se apiada de sus hijos más pequeños y que se nos regala completamente para que también nosotros vivamos de la donación y la gratuidad.

    De la penitencia a la celebración; del temor a la confianza: entre Juan y Jesús hay un paso, pero también un abismo. Los hijos del Reino han recibido más vida que la que Juan pudo nunca reconocer.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

MI YUGO LLEVADERO, MI CARGA LIGERA

Mt 11, 28-30

    Le parecía que lo que vivía no era real. No comprendía cómo había caído en aquella espiral de acontecimientos donde el riesgo, el sufrimiento y el dolor no hacían más que aumentar. La situación era ya insoportable.

    —¡No puedo más! —gritó Benedicto, desesperado.

   Al levantar la cabeza y notar que muchos lo miraban, se ruborizó. Había perdido la ubicación. Observó a su alrededor sin entender dónde estaba.

    —¿Qué le sucede, amigo? —le preguntó Pedro, acercándose con ternura y compasión.

    Benedicto no supo qué decir. Lo miró con susto y con ojos que suplicaban perdón.

    —Supongo que me quedé medio dormido… y salió lo que llevo dentro.

    Manuel, que había escuchado en silencio, intervino:

    —No se preocupe. Lo que duerme dentro de nosotros es bueno sacarlo afuera, sobre todo si nos está haciendo daño. Pruebe a soltarlo… a liberarse.

    Benedicto, agobiado por todo lo que cargaba en su interior, confió en las palabras de Manuel. Cerró los ojos y dejó que su corazón se desahogara.

    —No encuentro sosiego ni tranquilidad. Estoy cansado, muy preocupado y agobiado por todo lo que cae sobre mis hombros…
    —Tenga paciencia —le dijo Pedro—. La desesperación no resuelve nada.

    Benedicto escondió la cabeza entre las rodillas y, rodeándose con los brazos, gritó:

    —¡No puedo más! ¡Estoy al límite de mis fuerzas!

    Entonces Manuel, con mirada compasiva, apoyó suavemente una mano sobre su hombro:

  —Tenga confianza. A veces nos sentimos abrumados, encerrados en callejones sin salida. Y la sensación de soledad es grande. Pero no estamos solos.
    —¿Qué puedo hacer? —susurró Benedicto—. Estoy desorientado y casi sin control.

    Manuel lo miró con cariño y le dijo:

    —En esos momentos, las palabras de Jesús son un bálsamo. Él nos dice: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo les aliviaré…» (Mt 11, 28-30).

  Al escucharlas, Benedicto guardó silencio. Levantó los ojos al cielo y respiró con calma. Una serenidad nueva comenzó a nacer dentro de él.

  —Siento fortaleza… como un impulso para seguir luchando con sosiego y alegría. Parece que la esperanza vuelve a mí.

    Manuel, al verlo, elevó también la mirada al cielo:

  —Vivir acompañados por Jesús aligera el peso, apacigua el corazón y renueva las fuerzas. Con Él, incluso la carga más pesada encuentra sentido.

  El rostro de Benedicto, aunque aún marcado por su cruz, reflejaba ahora confianza, esperanza y una renovada determinación para seguir adelante.

  Las palabras del Señor —«Mi yugo es llevadero y mi carga ligera»— habían sido para él fuente de descanso y fortaleza.